La vida va quitando en proporción al tiempo que nos va prestando. Te roba logros, ingenuidad, sabores, esperanzas. El recorrer el laberinto con el cual Borges metaforizaba la vida, todo va tendiendo a un gris, y no cualquier gris, un gris otoñal húmedo, un atardecer que hace doler a los pulmones y llena las cuencas de los ojos con diversas porquerías de ciudad.
Quienes habitamos esta ronda, la llamada ronda de perdedores; nos acostumbramos a pensar que nuestro destino es el desprendimiento en la rutina diaria. Sabemos que indefectiblemente nuestro equipo marrara el penal vital, la mujer que nos desvela jamás nos llamara, que los viajes de aventureros se frustrarán antes de comenzar, que el mate siempre se lavará en la tercera cebada; ó que jamás trabajaremos de lo que nuestros sueños de infancia acuñaron esperando como una inversión de riesgo al futuro mismo.
Somos esos, con los cuales las mejores respuestas a un discusión se nos ocurren a las 2 de la mañana cuando nuestro adversario gano la disputa que tuvimos a las 6 de la tarde.
Acostumbrase a perder es en extremo peligroso. Cuando se llega al punto, en donde ni siquiera la fantasías diurnas; nave nodriza donde nos refugiamos los que participamos de esta ronda, se tiñen de derrota.
Al presentarme en la ronda digo casi para adentro: “He perdido tanto y de tantas diversas maneras; que cada día mis sueños vuelan más bajo, con cada desperpertar puede levantar menos vuelo del gris y triste suelo. ¿Qué se hace cuando ni eso nos queda?